Ni una pizca de piedad

Por Vero Calvo


“Envolvieron el traje de diablo en un papel de diario para llevarlo y dejaron la valija con el cepillo de dientes y el camisón”.

Clotilde Ifrán, Silvina Ocampo

Liberarme de Beatriz había sido fácil: bastó con poner mi cara de puchero y preguntarle a papá durante la cena: ¿nos podemos mudar?

―¿Por qué, Celestina? ¿No te gusta San Isidro?

―Me encanta, papá, pero es muy inseguro. No podemos vivir con El hombre de la bolsa, El Cuco, El Pombero, La Llorona, el Luisón y la Luz Mala. Así no sé cómo querés que me vaya a dormir tranquila.

Esa fue la última vez que cenamos con Beatriz, que a la mañana siguiente estaba de patitas en la calle. Ahora cenamos con Bárbara: una antigua compañera de mi madre. Bárbara me asusta más que todos los monstruos de Beatriz juntos. Empecé a tocar los timbres de las casas vecinas y a salir corriendo.

Lo hacía a la hora de la siesta, cuando el timbrazo los enfurecía más. Todos me insultaban, y algunos me corrieron. Hasta fui víctima de un baldazo de agua helada, lo que en pleno invierno no resultó agradable, y de una escoba rabiosa. Pero valía la pena pasar por eso y mucho más: los vecinos, como toros desbocados, venían a quejarse a mi casa. Y por supuesto que no los atendía yo.

“Bárbara, póngale algún límite a esa criatura del demonio, que para eso le pagan”, le decían. Y eso en el mejor y más educado de los casos.

Solo conozco a Clemencia, mi madre, por fotos que conserva Julián, que es mi papá. Mamá falleció cuando yo tenía dos años. Desde entonces, todos me miman y me consienten más de la cuenta. En especial, Julián. Varias veces lo escuché decir: Bárbara, tenele paciencia, pobrecita. No quiero que la retes o castigues, ya pasó por mucho. O: Bárbara, confío en tu criterio para educarla. Por favor, no me traslades las quejas exageradas de los vecinos. Esa gente no tiene una pizca de piedad.

Por lo flaca y alta, Bárbara parecía un maniquí. Vivía con nosotros y se dedicaba a cuidarme y a las tareas domésticas. O eso se suponía. Hasta donde yo sé, su día consistía en hablar por teléfono y en ponerse linda. Esto último le llevaba toda la tarde.

―Barbie, ¿me ayudás? ―Le interrumpí la telenovela―. Tengo que llevar al colegio un pañuelo con mi nombre bordado.

―No tengo tiempo para eso. Me hubieras avisado antes. Además, vas a cumplir diez años: no puede ser que no sepas ni dar una puntada. Buscate una modista y dejame en paz.

De mala gana, me dio trece pesos y una tarjeta con una m en el centro. Abajo de la m, en letras más chiquitas, un nombre: Clotilde Infrán.

―¿Y quién me lleva?

―¿No podés ir sola a la casa de la esquina? Decile a Clotilde quién sos, y listo. Ella le hizo el vestido de quince a tu mamá.

Caminé hasta la esquina. Justo cuando estaba por tocar timbre, la puerta se abrió.

Clotilde me invitó a pasar. Me convidó limonada y bombones de fruta. Nos sentamos en un sillón de terciopelo verde. La chimenea estaba encendida. Delante del hogar, en un piano de cola, dormía un gato hecho un ovillo. Y en un rincón, casi a oscuras, dos maniquíes: uno de varón y otro de mujer. Parecían personas reales, solo que muy quietas. Como yo cuando me portaba mal y Bárbara me mandaba al rincón hasta que terminara el capítulo de la telenovela.

Al borde de las lágrimas, le conté a Clotilde del pañuelo, de la indiferencia de Bárbara, de las horribles penitencias que me imponía y ―esa fue una inspiración de último momento― de los gestos de cariño inapropiados para con mi papá. Clotilde, cariñosa, me escuchó. Recordó que a mi mamá, además del vestido de quince, le había hecho un disfraz de diablo. No aceptó los diez pesos que le ofrecí.

Bordamos el pañuelo. Clotilde me mostró una cajita con hilos de seda, alfileres y ojitos de vidrio. En el salón de costura había un florero de cristal con rosas amarillas. Me acerqué.

―¡Tienen olor a botica!

En realidad, el olor me recordaba a los sapitos en formol que había en el colegio. Pero eso no se lo dije. Clotilde me explicó que, para conservar mejor las rosas, le agregaba glicerol al agua del florero.

En el cuarto en penumbras, que me pareció más acogedor que cualquier ambiente de mi casa, un reloj cucú marcó las cinco. La magia se cortó con un grito áspero que venía de afuera.

―¡Celestina, vamos! ¿Todavía estás ahí?

Clotilde abrió la puerta.

―Pase, Bárbara: permítame ofrecerle un té. Está helado afuera.

Bárbara detestaba el frío. Tras un segundo de vacilación, entró. Clotilde esbozó una sonrisa.

―Disculpe el atrevimiento, pero no pude evitar advertir que su abrigo tiene un defecto en la sisa. Cosas del oficio… Una siempre anda atenta. Permítame que en un santiamén se lo arreglo.

―Tenemos toda la tarde para nosotras ―me dijo Clotilde después de mirarme y guiñarme un ojo―. Hoy no espero clientes.

―Qué curioso ―dijo Bárbara, supongo que por cortesía―. Hubiera pensado que estaría usted saturada de encargos.

―Uf. Claro que lo estoy, querida. ¡Viene gente de todas partes! Incluso del extranjero. Por eso tengo que ser muy selectiva.

―¿En serio? ―dijo Bárbara, con expresión incrédula.

―Siempre estoy preparada. Aún recuerdo el día en que me llamaron de madrugada para confeccionar las vestimentas de cierta primera dama cuyo nombre no se me permite revelar.

Yo, atenta a la conversación, esperaba una pausa para meterme. Había caminado hasta el piano, y desde allí dije:

―Qué lindo gatito, ¿lo puedo levantar?

―Por supuesto, Celestina. ―Clotilde miró a Bárbara con sus ojos negros y penetrantes―. Estoy muy contenta de que haya venido.

Después me pidió que le alcanzara unos hilos de la cajita. Le di el gato a Bárbara, que pegó un grito y se levantó de un salto.

―No se asuste, se llama Poe ―dijo Clotilde―. Está disecado.

―No parece muerto ―dije yo, fascinada―. ¿Quién lo hizo?

―Yo. Y si miran con atención, aquel es Copito. ―Clotilde señaló un conejito que, desde un sillón, parecía celebrar nuestra presencia con sus orejitas levantadas. Estaba quieto como una estatua. Lo acaricié: su pelo era suave como el algodón. Su piel rosa seguía tersa.

―Esto es muchísimo mejor que un peluche ― dije―, me da hasta la sensación de que sigue vivo. ¿Es muy difícil de hacer?

―No. El secreto me lo reveló un amigo médico, Pedro. Si me ayudás, prometo enseñarte.

―¿Y cómo te ayudo, Clotilde?

―¿Ves aquel cuaderno? Traelo. Te voy a ir dictando las medidas de Bárbara, y vos las escribís. ¿Te animás?

Bárbara, igual de quieta que el gato y Copito pero pálida de horror, sostenía la taza.

―No terminó el té ―dijo Clotilde―. ¿Le sirvo un poco más? Ese ya debe estar frío.

―Tiene... ¿Es de salvia?

Clotilde se llevó una mano a la frente.

―Con tanto ajetreo, me olvidé los terrones de azúcar. Le pido mil disculpas. Venga, párese aquí mismo que quiero medirle el largo de mangas.

Bárbara se acercó con pasos lentos y torpes. La noté medio perdida, como una borracha. Bajé la cabeza para que no se me viera la sonrisa.

―Anotá, Celestina. Poné: “Señora Bárbara”, así no me confundo. Contorno de cuello, treinta y  tres. ¿Lo anotaste?

―Lo anoté justo abajo de donde dice “Dorothy Arnold, NY”.

―Perfecto. Ahora poné: contorno pecho, noventa y dos. Contorno busto, ciento once. Bajo busto, ochenta y ocho. Muñecas, dieciocho. Largo talle espalda, cuarenta y cuatro. Peso, cincuenta y seis kilos. Altura, un metro con setenta centímetros.

Aproveché para chusmear la lista. Había varios nombres. Pensé que Clotilde debía ser una costurera muy famosa, porque algunos como Ambroise Bierce o Amelia Eckhart parecían extranjeros. Lo que no sabía era de dónde venía la m.

―Largo talle delantera, cuarenta y cinco. Y terminamos.

Bárbara seguía inmóvil, boba.

―¿Le sirvo otra taza de té caliente, querida? ―le dijo Clotilde―. ¿Lo quiere con dos terrones?

En ese momento, el reloj cucú volvió a sonar.

Me quedé mirando el pajarito: un colibrí... ¿embalsamado? Una vez que se escondió definitivamente en su casita, miré a Clotilde y le dije:

―Gracias por todo,  pero mejor vuelvo  rápido a casa. Papá está por llegar, y no quiero que se preocupe.

La miré a Bárbara, que apenas asintió. Se le caía la baba a la muy idiota.

Clotilde me regaló un último bombón de fruta y me despidió con un beso.

Mientras caminaba hacia la puerta de calle, escuché que le decía a Bárbara:

―Qué piel tan tersa y rosada, parece porcelana. Y qué figurita de muñeca, ni que durmiera en formol. Me tiene que contar su secreto.

Llegué a casa al mismo tiempo que papá. Me lavé las manos, y nos sentamos a cenar.

―¿No sabés por dónde anda Bárbara? ―me preguntó.

Puse mi mejor cara de puchero.

―¿Si te cuento no te enojás?

―Nunca me enojo con mi angelito. A ver, contame.

―Renunció, papá. Resulta que hoy se me ocurrió tocar todos los timbres de la cuadra, y los vecinos vinieron a tratarla de inútil. Me hizo acordar a esa enciclopedia que tenés: la de la Revolución Francesa, salvo que a Bárbara no la decapitaron. Igual, la pobre no soportó los insultos y se mandó a mudar.

―Uf, tanto lío por eso. Encima se habrá ido apuradisima, porque recién pasé por su cuarto y había dejado el camisón. En el baño también quedó su cepillo de dientes.

―Es  que  ella  siempre  fue  muy  sensible,  papá.

Como una muñequita de porcelana.


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