El espíritu del fuego

Por Nardo Villalba


Mangoré y Aramí construyeron un rancho de troncos y paja en una lomada. Un pedazo de monte enganchado a un borde del mundo. Allí no se oía más que el rumor de la naturaleza. Los otros jóvenes se marchaban a la ciudad a sobrevivir en los semáforos y en las plazas. Ellos se quedaron allí, en el monte.

Tenían un perro, Ñarõ, flaco como una rama seca, que espantaba serpientes y cazaba animalitos. Solía acurrucarse en un rincón del rancho con el hocico pegado a la tierra, levantando una mínima ráfaga colorada en cada suspiro, desde donde miraba el agua hervir sobre las brasas. Mangoré le acariciaba la cabeza.

Ellos, Mangoré y Aramí, también cazaban. No usaban ni arcos ni flechas como un citadino podría imaginar; más bien la paciencia y unas trampas. Allí caían desde tatúes hasta mborevíes y ciervos. Tampoco contaban con muchos utensilios. Despellejaban y despresaban las presas con las manos y un machetillo. Las macheteaban. La sangre silvestre les salpicaba en la cara, el cuello y los brazos morenos. Ella estiraba la cabeza de la presa, dejando el cuello extendido y vulnerable. Él macheteaba. Reían y jugaban. Se pintaban las caras, los labios gruesos, con sangre. Era una fiesta juvenil. En el arroyo se lavaban. Se frotaban los cuerpos, se acariciaban con agua fresca. La sangre escurría en estelas rojas. Mangoré le besaba los senos. Aramí le lamía el cuello. El sabor agreste de la sangre les complacía. Eran como dos sombras fundiéndose. Eran como dos pumas negros relamiéndose en la presa.

Por las noches, Mangoré y Aramí se recluían, como si de una cueva se tratara, en un pequeño y precario templo de barro rojo. Algo así como una hinchazón de la tierra. Tenía un altarcito en el suelo. Allí, arrodillados y con los ojos cerrados, oraban al Espíritu del Fuego. En ofrenda, colocaban las cabezas frescas de las presas sobre las brasas. Se respiraba un velo de humo de carne asada. Mangoré y Aramí oraban y cantaban en guaraní. Percutían unos palos de takuara por el suelo. Sudaban. El sudor se asemejaba a gotas de cristal. El humo se expandía lento como una lava pesada. Junto con él, el éxtasis. El ritmo de las takuaras se aceleraba. Abrieron los ojos y vieron unas calaveras que parecían espectros de sonrisas sombrías sujetos a las brasas.

El Fuego demandaba sangre y prometía abundancia, protección, y en tiempos oscuros, venganza. Nunca dejen de temerle, les había advertido el Chamán: si el Fuego se desata en sus corazones, se volverá indómito.

El ruido de las motosierras, el que solían escuchar solo cuando iban al pueblo, un día llegó y opacó el rumor del monte. Los rolleros tumbaban los árboles más imponentes. El ruido era tan molestoso como los mosquitos del verano. Más que molestoso, era intolerable. A menudo Ñarõ ladraba como si así pudiera ahuyentar esa amenaza invisible. Mangoré se tapaba los oídos, pero el ruido le aserraba el cráneo. Y las motosierras lo aserraban todo, hasta al propio Espíritu del Monte.

Mangoré intentó hablar con el capataz, un morocho bigotón al que llamaban Ka’i. Al capataz le causó tanta gracia que aquel indio le hablara de árboles sagrados y espíritus del monte que, en vez de golpearlo, honrando su costumbre de jefe, se dobló de la risa. Mangoré se paralizó. Una telaraña de venitas rojas se entretejía en sus ojos. Se imaginó dando puñetazos a Ka’i tirado en el suelo. Pero se retiró en silencio, cabizbajo y con los puños apretados.

Una mañana, Mangoré jugaba en el arroyo con Ñarõ. Aramí, sentada en la arena, se divertía mirándolos. Mangoré lanzaba una rama y Ñarõ, con la lengua afuera, corría a buscarla. En una de esas, se quedó ladrando al camino. Mangoré pensó que el perro había visto una serpiente. Pero no, eran los rolleros que, en fila, pasaban por allí.

Ka’i se detuvo y, en una reverencia deliberadamente aparatosa, agachó la cabeza frente a Mangoré. Los peones carcajearon. Ñarõ no paraba de ladrar aunque Mangoré intentaba calmarlo. Después, el capataz posó una mirada obscena sobre los senos de Aramí, y se relamió los labios. Se acercó y quiso acariciarle la cara, pero Mangoré lo tiró al suelo de un empujón y el perro se le fue encima. Le gruñó. Por un momento, fue el único ruido que se escuchó.

Los peones reaccionaron rápidamente y tomaron a Mangoré por el cuello y los brazos y escarmentaron al perro con un látigo. Ka’i se reincorporó, se reacomodó la camisa sudada  y sucia, y se arregló el pelo como si eso lo hiciera lucir más lindo. Probó su encendedor de plata con relieve de dragón; un trofeo de una noche de truco y trifulca. Tenés suerte de que todavía funciona, le dijo a Mangoré, y prendió un cigarrillo con gesto gallardo, como si de algún Adelantado se tratase.

Mangoré, como un animal enjaulado, hacía fuerza para liberarse. Y al mismo tiempo el brillo del encendedor lo deslumbraba. El dragón, que para él era una boa iracunda, exhalaba fuego. Una breve llama inofensiva que podría crecer con el viento. Crecería y consumiría el monte. Una breve llama inofensiva.

Ka’i se acercó lo suficiente para soltarle una bocanada de humo en la cara y reírse una vez más de él.

―Tranquilo, mi kapelú ―le dijo―. Si te portá’ bien nadie va’ perde’ acá. Solo quiero ser bueno con la dama ―dijo Ka’i y se encogió de hombros.

Mangoré le sostenía la mirada. La telaraña en sus ojos palpitaba. Solo veía con nitidez el bigote de Ka’i, que ondulaba sobre un par de dientes de oro. Ka’i dio una última fumada al cigarrillo y se metió la mano debajo de la camisa al tiempo que lanzaba el humo. Se rascó la panza y dejó relucir el revólver envainado en la cintura. Ñarõ gruñía al peón que intentaba contenerlo. Ka’i disparó, rozando los pies del perro, que se espantó y retrocedió. Miró el revólver, como quien mira orgulloso a un hijo, y sonrió con soberbia, exhibiendo sus dientes de oro.

Aramí lagrimeaba de furia mientras Ka’i se reía y apagaba el cigarrillo en el pecho desnudo de Mangoré, que sordamente gimió de dolor. Ella maldijo a Ka’i. Salivó una flema densa y le escupió. Quiso atropellarlo, pero los hombres la atajaron. Me gustan las salvajes, dijo Ka’i mientras, con un dedo untó el escupitajo que colgaba de la camisa y lo chupó. Lanzó unas risotadas que parecían ensancharlo y que hicieron eco en los peones. Mangoré tenía la boca llena de baba y el pecho inflamado. Los peones hacían un gran esfuerzo para contenerlo. Nos vamos a ver muy pronto, mi amorcito, dijo Ka’i y se metió al monte seguido por los peones.

 

Al otro día, Mangoré fue a lo del Cacique. Lo encontró sentado sobre un tronco frente a un pequeño fogón sobre el cual calentaba el agua del mate. Era como si lo estuviera esperando. Cebaba el mate con parsimonia. Amanecía. La luz se filtraba en el rancho y le bañaba el pecho y los hombros desnudos, aunque no su cara arrugada de ojos negros. Mangoré, que traía atragantada la rabia quiso descargarla de inmediato. Sin embargo, el Cacique con una mano le indicó que se calme y que se siente. Le pasó la guampa, de donde brotaba un humo que fluía pesadamente hasta el techo de paja. Mangoré tomó un mate y habló en guaraní.

―Los rolleros echan el monte, no hay respeto. Me amenazaron a mí, a mi mujer, echan, roban todo lo que hay ―decía al tiempo que con los puños se golpeaba los muslos.

El Cacique atendía no solo a las palabras, sino también al tono y al ritmo iracundos que eran acustizados por las paredes de barro, pero que resonaban en sus oídos. Mangoré no ahondó en detalles. Su descarga fue breve y potente como una bala. El Cacique tampoco hizo muchas preguntas. No hacía falta: Las agresiones habían marcado la historia de los Guaraníes.

Entonces, el Cacique tomó la pava y derramó el agua hirviente en espiral, rodeando unas hormigas desesperadas, quemándolas a todas, levantando un vapor de agua que llevaba consigo el olor a tierra como si fuera la minúscula vida que abandonaba a las hormigas. Habló.

―En el pasado fuimos un jaguareté. El monte era interminable. Hoy el monte se muere, se quema. Nosotros tenemos que vivir. El monte vive en nosotros. Ellos andan como perros rabiosos. Están enfermos de rabia. No conocen el monte, no conocen nada más que la rabia.

Mangoré sorbió el mate y devolvió la guampa.

―Algo tenemos que hacer. Hay que matar al perro ―dijo Mangoré.

―La rabia crece, mi hijo, y acabará con ellos. Sin embargo, nuestro pueblo seguirá viviendo. El tiempo del jaguareté volverá ―El Cacique agarró a Mangoré por un hombro y lo miró fijamente con sus ojos negros―. El fuego en nuestro pecho es la esperanza ―sentenció.

La cara oscura del Cacique parecía fusionarse con el humo. Mangoré que cargaba aún la impetuosidad de la juventud pensaba que el viejo era un cobarde o que la impotencia le había carcomido el ánimo. Dio un talonazo al suelo y se retiró. El Cacique exhaló resignado, como si ya hubiera vivido todo aquello.

Unos hombres viejos y algunos jóvenes que se juntaban en el patio cada mañana vieron salir a Mangoré del rancho como un toro confundido.

―¿Vienen conmigo o van a morir esperando? ―les gritó Mangoré.

La mañana se volvió verde y cristalina. Un viento repentino levantó unas hojas. Los hombres dijeron que no con la cabeza. Algunos sonrieron con sarcasmo.

 

Mangoré salía del monte rumbo a la comisaría, que quedaba en el pueblo. Un pueblito, en realidad, de casitas viejas de techos de paja y manchadas de polvo sujetas a la periferia de una iglesia jesuita. La comisaría velaba la entrada del pueblito. Mangoré arrancaba las ramas, garras suaves del monte, que aparecían a su paso y que desprendían la frescura remanente de la noche. El caminar era húmedo y acolchado debido a la capa de hojas en descomposición. Todo aquello era un bálsamo que apaciguaba a Mangoré. Él escuchaba el murmullo de los bichos del monte. Creía que ellos, los bichos y el monte, latían como un todo. Debía protegerlos. Ese todo latía en un desconocimiento absoluto de las acciones de los hombres. Parecía ser que ellos, los hombres, se consideraban un ente separado y superior del que había que temer. Aramí es el monte, yo soy el monte, oraba Magoré.

Tal vez el Comisario lo entendería: no se trataba de él, de Mangoré, ni siquiera de su gente, se trataba del monte y Aramí era el monte. Esto es lo que él creía y creía que el Comisario iba a entender. Sí, iba a entender.

El camino angosto, el tapepo’i, que seguía Mangoré, atravesaba un potrero. A cada paso, el murmullo del monte se desvanecía y afloraban los mugidos de las vacas y la tierra se hacía más dura. Mediaba la mañana. El sol de verano crecía abrasante detrás de la fina polvareda de aquel paisaje seco y lo encandilaba. Igualmente, Mangoré divisó una nube de moscas, y más arriba, una bandada de cuervos cerniéndose sobre el cadáver de un ternero El paisaje, esa fina polvareda, se le pegaba a la piel y se le empastaba con el sudor.

Alcanzó el camino de ripio. Se cruzó con unos campesinos en moto que lo saludaron apenas levantando la mano. Cansado, pero con la convicción firme, Mangoré llegó a la comisaría, una casita vieja como todas las demás, derruida y perdida en el tiempo como todas las demás. Si no fuera por la bandera paraguaya que colgaba triste a esa hora sin viento, nadie creería que aquella fuera una institución del Estado. En la recepción, que consistía en un suboficial tras un escritorio del tamaño justo para contener una carpeta y una máquina de escribir, en una silla enclenque frente al escritorio, en un banco para tres personas que se quebraría si tres personas se sentaran al mismo tiempo y en un ventilador de pie que parecía un esqueleto colgado, vio a un hombre de botas y sombrero haciendo una denuncia. El hombre, de piel blanca, tenía la cara roja y sudada y olía a queso viejo.

 El suboficial mecanografiaba lerdamente cada palabra, usando los dedos índices. Se detuvo un segundo, miró a Mangoré y le señaló el banco para tres personas. Mangoré se sentó. El lerdo percutir de la máquina de escribir iba a contratiempo de su ánimo impaciente produciéndole un reflujo que le subía del estómago a la garganta.

El suboficial firmó la denuncia y aseguró al queso viejo que se haría justicia. Este puso el sombrero sobre el corazón y agachó la cabeza en agradecimiento. Después, sin dirigirle la palabra y sin ni siquiera mirar a Mangoré, el suboficial salió al patio de la comisaría. Mangoré se quedó allí esperando. El reflujo le agobiaba el pecho. Le temblaban las rodillas. Sudaba. Las gotas de sudor marcaban líneas cristalinas que le caían desde la sien hasta el cuello. Parecía que se había pintado para la guerra. Sudaba en los hombros, en las axilas y en el pecho. Le sudaban los brazos y las manos.

Pasó la tarde y el suboficial no volvió. Mangoré escuchaba sus risas. Las del suboficial y sus compañeros. Las rodillas le seguían temblando y ahora también se rascaba la cabeza. Intentaba calmarse, pero sentía que millones de hormigas le caminaban en los intestinos. Inspiraba profundo. Las hormigas caminaban más rápido y le subían a la cabeza y le bajaban a los pies. Mangoré se rascaba y se rascaba y el hormigueo no cedía.

Al ponerse el sol, el suboficial entró a la oficina y vio que el indio seguía allí, desdibujado. Sorprendido, fingió que solo pasaron cinco minutos. Se acomodó en el escritorio y lo llamó. Mangoré, que disimulaba la ira, olvidó la indiferencia del policía como solo los pobres podían hacerlo y se sentó en la silla enclenque a declarar. El suboficial escribió el nombre, la edad… y cuando escuchó el problema de las motosierras, de la tala, dejó de escribir. Esperáme un rato, kapelú, le dijo, y fue al patio nuevamente. Esta vez, volvió enseguida y junto al comisario, un hombre prolijo y macizo como las puertas viejas que llevaba colgadas unas medallas relucientes en la camisa. Se acercó a Mangoré, que quiso levantarse de la silla enclenque que chirriaba pero el comisario lo frenó. Le puso su manota en el hombro. Mangoré alzó la cabeza. El rostro del Comisario se veía ancho y gravoso.

―Mi kapelú ―dijo el comisario―, el suboficial me comunicó la situación y te entiendo bien. Pero, tranquilo nomá, acá todo’ somo’ amigo’. Ya di la orden de buscar a ese Ka’i. Andá nomá vo’ dormí tranquilo y dejá todo a cargo de la justicia. ―El comisario sonreía como un vendedor de quiniela y mantenía la manota sobre Mangoré―. Pero atendé, mi kapelú, ya e’ de noche y hay fantasma’ por acá ―remató, y le dio unas palmadas en la espalda.

Mangoré, libre de la pesada mano, pudo levantarse. Le habló algo confundido, pero con decisión:

―Yo puedo llevar a tu’ hombre’, comisario, yo conozco bien el monte.

―¡Noo! Vo’ andá tranquilo, kapelú. ―respondió el comisario y le señaló la salida―. Todo está bajo control.

Mangoré salió de la comisaría. Allí en frente, se detuvo unos segundos ante la bandera paraguaya y vio pasar un camión cargado con rollos de lapacho. El chofer tocó la bocina y los policías, desde la puerta, respondieron con el pulgar. Mangoré  tomó el camino de ripio a paso rápido. Una reacción instintiva, como la de un ciervo ante una amenaza. Alcanzó las afueras del pueblito. Caminó más lento. En el cielo brillaban las estrellas, a cada lado del camino, las luciérnagas, y a sus espaldas, saliendo del pueblito, brillaban las luces de unas motos. Pronto se acercaron. Era una jauría de policías. Lo acorralaron. Uno de ellos se bajó y le habló como se le habla a un niño:

―Mirá, mi kapelú, el comisario está de buen humor hoy. Te manda decir que e´ mejor que ande´ calladito. En boquita cerrada no entra mosca, ¿entendé?

Mangoré se recriminó haber tenido aquella tonta esperanza juvenil. El hormigueo le volvió a agitar el estómago y la telaraña roja le tiñó completamente los ojos. Tomó impulso y, de un cabezazo, casi tumbó al suboficial.

Los policías lo miraron sonrientes, con reniego de perro hambriento. De un culatazo de escopeta lo atontaron y lo llevaron hasta una arboleda. Lo desnudaron, lo amordazaron y lo colgaron. El cuerpo de Mangoré, moreno y luminoso a la luz de las estrellas, pendulaba entre golpes y patadas. Una vez que se cansaron, lo desataron. Mangoré quedó allí tirado, inflamado y empapado en sangre, mojando la tierra.

―Tené suerte que el comisario no quiere problema´ o si no acá mismo te remataba ―le dijo uno.

―Ahora ya sabé’ quién manda acá ―dijo otro que se despidió con una sonora escupida.

 

Pestilencia. Sudor, moretones, sangre coagulada, llagas y pus. Mangoré. Los bichos. Los mosquitos y las hormigas y las arañas arribaron a la comilona. Mangoré, en sueños delirantes, vio el monte en llamas, vio un campo arrasado. Vio a su mujer ardiendo en carne viva. Quería salvarla. No podía moverse. Una mano pesada lo detenía. Escuchaba unas risotadas que le irritaban los oídos. El suelo ardiente le quemaba los pies y le escocía los intestinos. Vomitó un líquido entre rojo y verdoso que le llenó la boca de espumarajos de bilis. Los bichos, en un festín virulento, revoloteaban y zumbaban sobre el cuerpo ulceroso. En Mangoré depositaban sus huevos, de Mangoré se comían la carne.

Despertó. El sol del amanecer le entibiaba las heridas. No sentía ningún hormigueo en el intestino, ninguna ansiedad en el pecho. Ni siquiera sentía hambre, ni más sed que la sed de venganza. Se levantó pesadamente. Estaba desnudo, una desnudez de carne abierta como la de las presas que despellejaban con Aramí, como la de un muerto recién salido de la tierra. Mangoré, a pasos pesados, tomó un camino apartado para que nadie lo viera.

 

Pasaron siete lunas de silencio y purga. Las heridas se convirtieron en cicatrices. Mangoré y Aramí, en el templo, permanecieron obnubilados por el Espíritu del Fuego.

Afuera, Ñarõ aullaba intranquilo. Mangoré silbó y el perro entró y se recostó por sus pies. Mangoré le recorría con los dedos la firmeza del pelaje oscuro y lustroso, las líneas de las costillas y la columna. Le agarró tiernamente del cuello y las orejas, y el perro, que jadeaba, se entregaba en calma. Mangoré lo abrazó y quebró en llanto mientras Ñarõ le lamía la cara. Aramí, de rodillas, calentaba el machetillo en las brasas y oraba en el idioma de sus ancestros: Cada árbol es una mano, un brazo, una cabeza. Arrasan el monte y a nosotros con él, repetía. Mangoré también se arrodilló ante el Espíritu del Fuego y apretó con fuerza a Ñarõ, que soltó un aullido breve y temeroso. Luego, tomó el machetillo fulgurante y sacrificó a su compañero.

Allí estaban ellos, con Ñarõ sangrante entre sus brazos. Solo el Espíritu del Fuego, que se reflejaba en sus ojos, en los ojos rojos de Mangoré, escuchaba las plegarias.

 

Los rolleros habían vuelto al monte. El ruido de las motosierras se confundía con el de los mosquitos, que se multiplicaban en el calor y las lluvias.

Bajo la luna llena, de rodillas, Mangoré y Aramí oraron por una buena cacería. Tomaron el tapepo’i[1] hacia el campamento de los rolleros. Escucharon la vocería. Ka’i y sus peones, a pesar de no ser primerizos en el oficio de la tala, nunca habían dejado de temer al monte. Anestesiaban el miedo con guaripola y humor barato. Estos indios son animalitos, decía Ka’i, con garrote nomás entienden. Disparaba latigazos al aire y los peones lo celebraban con carcajadas. Mañana voy a cogerme a esa indiecita, seguía diciendo. Se contoneaba lascivamente sobre un tronco tumbado, y los peones se carcajeaban más y más.

Mangoré y Aramí esperaron a que la borrachera los tumbara. Aramí fue a la carpa de Ka´i. Entró sigilosamente. El hombre, mareado pero con los sentidos aún alerta, vio una sombra y se dispuso a reaccionar, hasta que la sombra le puso el índice en los labios. El bigote de Ka’i onduló sobre su boca sonriente y dorada. Así que no te aguantaste las ganas, mi amor, dijo Ka’i y la acercó con un brazo. Aramí le lamió los labios, le pasó la lengua por el cuello. Ella parecía un puma negro olfateando a su presa. Vibrando de ansiedad, Ka’i se acostó sobre la colchoneta. Ella pensó que alguien, alguna vez, podría haber sentido ternura ante esa entrega casi infantil. Lo desvistió con calma. Él cerraba los ojos, se estremecía cada vez que los cabellos de ella le rozaban el pecho. Aramí lo vio rendido como un gatito y agarró el revólver que Ka’i había dejado a un costado, y de un golpe en la sien lo dejó inconsciente.

Le escupió en la cara y, arrodillada, levantó con ambas manos el revólver y descargó otro golpe que le tumbó los dientes de oro.

Mangoré, mientras tanto, golpeó en la cabeza a un peón que, de la borrachera, no pudo quejarse más que con un breve gemido. Hizo lo mismo con los demás. Luego, los maniató de cara a un tronco. Aramí también ató a su presa a un tronco, pero con una soga al cuello, como si fuera un perro rabioso.

Mangoré tomó el látigo. Los azotes cortaban el aire con un silbido y terminaban en un ruido mojado y filoso que destajaba la piel de los peones y de Ka’i. Ellos ya no sabían si estaban en este mundo o en el infierno. Se acordaron de Dios y le rogaron que los perdonara. Sin embargo, la descarga de latigazos caía implacable y les abría las espaldas como garras escarbando la tierra. La sangre les salpicaba a Mangoré y a Aramí en la cara, en los brazos, en el pecho.

Aramí había colgado el revólver a dos dedos del alcance de Ka’i, que agonizante, lo miraba brillar en un movimiento pendular. Una mínima esperanza que iba y venía. Los latigazos lo dejaron cubierto de un rojo viscoso y negruzco. Sin embargo, a pesar de este dolor que le clavaba los huesos, Ka’i conservaba el instinto de supervivencia, esa fuerza interna capaz de obrar milagros. Como el perro rabioso en que se transformó, estironeaba los brazos para alcanzar el arma (que se mecía burlona). La alcanzaba, podía acariciarla con los dedos, sentir el metal frío. Así como sentía que la soga tensa se le hundía en el cuello. El perro rabioso se estironeaba y babeaba y la piel se le desgarraba aún más. Acarició el revólver. Debía estirarse solo dos dedos más. Extendió el cuerpo con una fuerza milagrosa, como si estuviera siendo tirado por un caballo. Y Aramí, como un espectro travieso, tiró de la soga y Ka’i cayó al suelo.

Abandonaron a los peones en ofrenda a los espíritus del monte, aunque los que se ganaron un banquete fueron los bichos que llegaban atraídos por el olor a sangre. A Ka’i, maniatado, lo llevaron al templo.

Mangoré, como un niño, jugaba con el encendedor de Ka’i. Una vez que llegaron, lo usó para avivar el fuego. Sus ojos se abrían redondos frente a las llamas que se estremecían como si buscaran imitar lo que antes habían hecho los latigazos. El machetillo resplandecía entre las brasas mientras Aramí levantaba las manos y cantaba unas oraciones, o dejaba que el Espíritu del Fuego las cantara a través de ella. Sordo ante los gritos de piedad, Mangoré arrastró a Ka’i hacia el fuego, y lo tiró encima. Ka´i estaba ya más en el lado de la muerte que en este mundo. Igualmente se retorcía desesperado como una serpiente arrojada al asfalto de mediodía del Chaco. Después Mangoré arrojó el revólver y los cigarrillos para que ardieran junto a su dueño. Cada árbol es una mano… recitó. Lanzó un escupitajo a las llamas y tomó el machete.

 

La claridad del sol los despertó. Solo se oía el rumor de la naturaleza. La cabeza de Ka’i, que estaba en el altar, tenía una sonrisa oscura. Mangoré guardó el encendedor en un atado. Junto con Aramí se internaron en las entrañas del monte, seguidos por una nube de mosquitos.

 



[1] Palabra guaraní que significa camino estrecho. Generalmente, estos caminos se encuentran en los montes y chacras.



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