Intruso

Por Jorge Tubino


Los monstruos no tienen por qué surgir de cuevas recónditas, laboratorios secretos o venir del espacio exterior; en ocasiones, provienen de lugares comunes. Una vez invaden nuestro entorno, nadie está a salvo.


Sólo un niño se creería la más disparatada de las historias, y la de aquella noche lo fue.

Sucedió el 7 de abril de 1999, Kubrick acababa de morir y en la tele daban 2001: una odisea en el espacio. Desde el sofá del salón, encajonado entre mis padres, yo veía la famosa escena inicial. En cierto modo, me sentí como la Tierra en esa alineación astronómica: a un lado la fría luna de papá y, al otro, el sol ardiente de mamá. Yupi, nuestro perro, dormitaba en el sillón bajo una sábana, como un inofensivo asteroide. Sobre la mesa habíamos levantado una montaña grasienta de envoltorios de McDonald´s. De vez en cuando, mis padres me concedían este deseo y nos atiborrábamos a comida basura. Supongo que así mitigaban la culpa por recluirme en casa.

A media partitura de Strauss entendí que no era la clase de película que alquilaría en el videoclub. En realidad, mi yo de diez años hubiera preferido una de Charles Bronson pegando tiros a todo quisqui.

Aparecieron entonces los simios con sus chillidos, y quedé fascinado. Le pregunté a papá cómo habían conseguido que actuaran tan bien.

Tras un largo silencio, respondió:

—Lenguaje de signos.

Esa era la conclusión de un adulto que insultaba a los concursantes de La ruleta de la fortuna.

Chillidos y todo, llegó lo inevitable: el arrullo de la banda sonora me tumbó. Fue en algún momento no muy avanzado de la trama porque cuando me despertaron los codazos de papá unos astronautas analizaban el monolito descubierto en la luna.

—Mañana tienes clase —dijo mamá—. ¿No es mejor que vayas a la cama?

Descifré el código: una de esas desagradables órdenes disfrazadas de preguntas.

Recogí los envoltorios, me lavé los dientes a conciencia, di las buenas noches a papá, mamá y Yupi (también a HAL, encuadrado en la tele de tubo) y subí a mi dormitorio. No terminaría de ver 2001 hasta pasado mucho tiempo.

El diminutorio, como llamaba a mi cuarto, se había convertido en mi espacio más frecuentado. Hasta los dieciséis, momento en que dije basta y convencí a mis padres de que me correspondía una sobredosis de estímulos externos. Ellos no eran conscientes del monstruo que estaban creando. Al margen de su conducta carcelaria, siempre los quise. Uno puede encariñarse tanto con la celda como con sus captores.

Puesto el pijama, eché un vistazo a mi centro de producción: el escritorio. Observaba, en concreto, un manuscrito de mi autoría, redactado en la libreta de Matemáticas. Había arrancado las hojas y recortado los flecos sobrantes y, en cuanto dispusiera de una cubierta, graparía las tres hojas, finalizando así la maquetación de mi primer cuento de terror.

El terror de los lingüistas, pienso ahora con nostalgia.

En mi mente, la imagen de la cubierta era tan definida como en los televisores actuales; pero plasmarla sobre el papel, admito, era otra historia. Un puñado de bocetos acabaron en la papelera por motivos evidentes; en ninguno de ellos capté la naturaleza de la criatura sanguinaria que aterrorizaba al protagonista: un renacuajo de mi edad.

Y pensar que a mis padres les preocupaba mi poder creativo. ¿De qué servía la imaginación si mis ideas estaban reprimidas?

Ya en la cama, lamenté mi falta de talento y visualicé mentalmente a la criatura hasta quedarme dormido. No sospechaba que mi vida jamás volvería a ser la misma.

***

El trueno me despertó, como una alacena derrumbándose. Me rodeaba la oscuridad, y la lluvia asediaba el tejado. Por las hendiduras de la persiana se coló un resplandor tenue, al que le siguieron estallidos en el cielo. Una tormenta inofensiva, me dije. Después me enteraría de que había sido una tormenta eléctrica, causante de muchos daños. Pero en aquel momento supuse que no había razón por la que mearse encima ni nada por el estilo. Ya puestos, mis padres planchaban la oreja en su cuarto: de ocurrir una tragedia me protegerían con uñas y dientes. La cárcel, si los guardias te querían, tenía sus ventajas.

Más truenos, ya sincronizados con los resplandores, hicieron tintinear las ventanas y vitrinas. Esta vez sí me intimidaron, y deseé de veras que acabase el diluvio.

Me dije: ¿Por qué ibas a querer eso, gilipuertas? —Las palabrotas de verdad no aparecieron en mi vocabulario hasta los quince—. Si se inundaban las carreteras, mañana suspenderían las clases. Una idea tentadora, sí señor.

Saboreaba esa posibilidad cuando se oyeron las primeras pisadas en el tejado. A veces, los gatos callejeros lo utilizaban como pista de carreras, pero a ellos no les gustaba el agua, y menos si venía acompañada de atronadores efectos especiales. Aun así, las pisadas continuaron. Chapoteaban por encima del dormitorio. Tan pesadas se oían que o bien algún Garfield se había excedido con la lasaña, o no se trataba de un gato sino de una persona.

Y si era una persona, ¿qué rayos hacía allá arriba?

De pronto, una ráfaga de aire surcó la ventana, y algo aterrizó en el patio.

Plof.

Cinco metros separaban el tejado del suelo. Una persona normal se habría quebrado las tibias; pero en la más disparatada de las historias las leyes de la física no atendían a razones.

Las pisadas siguieron abajo.

¿Se habrían percatado mis padres? Agucé el oído: no registré actividad en su dormitorio.

Tomé aire, resignado. Alguien tendría que avisarles, y no por smartphone; los niños de 1999 no disponían de teléfonos sobre la mesita de noche. Alargué la mano y pulsé el botón del flexo: oscuridad. Mismo resultado en los siguientes dos intentos. ¿La lluvia había provocado un apagón? Me incorporé en la cama y, manoteando la pared, di con el interruptor del dormitorio. También lo pulsé: oscuridad.

Las pisadas dieron paso a los arañazos. Yupi ladró en el salón, y lo de mearme encima me pareció más razonable.

Seco o mojado, llegaba la hora de mostrar mi valentía: salí de la cama y caminé a ciegas por el dormitorio. Choqué contra la tele de catorce pulgadas y la PlayStation, después giré hacia el distribuidor y, procurando que no rechinara, abrí la puerta de mis padres.

—¿P-papá? —Dirigirme a mamá hubiera sido de nenazas.

Sin respuesta. Ni siquiera ronquidos. Palpé la superficie del edredón de matrimonio: nadie.

Otro trueno restalló. Más arañazos en distintos puntos de la fachada.

Mis padres me habían advertido sobre los peligros visibles, pero ¿qué pasaba con los invisibles? Me sentiría más seguro con una linterna, pensé, y quizás eso me iluminó. Sobre la mesita, papá tenía un quinqué alimentado con pilas. Dando brazadas en la oscuridad, lo encontré. Giré la ruletilla que lo accionaba: la bombilla con forma de llama prendió. Un vatio, como mucho.

Regresé al distribuidor y, alumbrado por el haz, vi la nota pegada en mi puerta:

 

NO SALGAS DE CASA

 

Mi infancia resumida en una frase.

Un golpazo retumbó en la fachada. Abajo, Yupi gruñó. Por mucho que se me erizara el vello del cogote, no corría peligro: todos los accesos estaban cerrados. ¿Verdad?

Como en aquellos clásicos góticos, bajé las escaleras sosteniendo el quinqué. Los golpes y arañazos se amplificaron en la planta baja. Medité si escapar. Claro, escapar. ¿Y abrir la puerta? Sería una invitación para los malos. Además, ¿qué piensas hacer bajo la lluvia? No, lo más sensato era pedir auxilio por teléfono. Lo haría tras inspeccionar el punto más débil del fortín: la puerta acristalada del patio.

En el salón, rumbo al teléfono fijo, descubrí a Yupi entre las sombras, sentado en el sillón sobre sus cuartos traseros y la sábana cubriéndolo como un E.T. peludo. Su expresión era idéntica a los días en que lanzaban fuegos artificiales.

“Yupi, ¿me defenderás?”. Yupi se enroscó, tembloroso, bajo la sábana. Lo tomé por un “no”.

Un vidrio estalló en la cocina y los trozos se esparcieron por el suelo. Algunos llegaron hasta mis pies.

“¡La puerta del patio!”.

Una reja de ballesta la protegía. ¿Estaría cerrada? Apunté el quinqué hacia allá: su leve luz no fue suficiente para averiguarlo. El corazón me botaba en el pecho. El rugido de la tormenta inundó el salón.

El intruso zarandeó la reja con estrépito metálico. Hasta que, incapaz de abrirla, desistió.

Lo siguiente que oí fueron unas suaves rozaduras, el sonido que produciría una serpiente reptando. No me atreví a acercarme. Segundos después, las esquirlas de vidrio crujieron bajo unas pisadas.

Pisadas que echaron a correr en mi dirección.

Movido por la adrenalina, me lancé a la puerta del baño, cerré con la fuerza de Goku y eché el cerrojo. El quinqué resbaló entre mis manos y cayó al suelo. Las pilas salieron despedidas en la oscuridad. Al otro lado, el intruso embistió la puerta repetidas veces. Unas zarpas más grandes que las de Yupi (eso me pareció) la atizaron. Entre jadeos, opuse resistencia apoyando la espalda contra la madera. Mi cuerpecito vibró en cada embate. ¡Kubrick, allá voy!

Pero el intruso paró, y sus pisadas se alejaron.

“¿Cómo ha conseguido entrar? —temblaba— ¿Y papá y mamá cuándo piensan volver? Necesito luz”.

A gatas busqué el quinqué, y por su tacto deduje que el daño sería irreparable. Un niño de sobresaliente habría subido a una silla y comprobado el cuadro eléctrico en vez de enviar mensajes telepáticos a Yupi, El Extraterrestre. Al menos, el baño era un lugar seguro; montaría guardia toda la noche si fuera necesario.

Al poco, me quedé dormido.

 ***

Minutos más tarde, quizás horas, aquel sonido reptante me estremeció. La lluvia había amainado, y el roce pringoso sonaba más nítido. ¿Asomaría el intruso la cabeza por el váter? Sonreí nervioso mientras me sentaba en la tapa. No, imposible. Tanto como atravesar una reja.

Me sobresalté con el chasquido plástico, y supe (como si lo hubiese escrito) que no provenía de la tapa, sino de la rejilla del extractor, cerca del techo. Algo se estaba deslizando por el conducto. La rejilla fue cediendo, las aspas quebrándose por la presión; los trozos cayeron dentro del cesto de la ropa sucia. Las zarpas del intruso repiqueteaban en los azulejos. Sentí su resuello de locomotora, pugnando por entrar. El chasqueo de sus dientes. Y, como sacado de un cuento de terror, el baño se llenó de su abominable presencia.

Los científicos aseguran que en situaciones de estrés el hipotálamo se encoge; yo confirmo que los cojones también.

Descorrí el cerrojo y salí disparado a la oscuridad del salón.

“¡Por Scully que saldré de casa!”.

En la carrera tropecé. Al principio creí que el intruso me había zancadilleado, pero fue el sillón de Yupi lo que me obstaculizó. Volé y caí de morros. Mi vista se pobló de constelaciones.

El intruso corrió desbocado hacia a mí. Lo oí relamiéndose. Sus pegajosas babas me salpicaron en las mejillas. Al rociarme de aquel pringue, algo se desencadenó en mi mente: me vi a mí mismo, desde fuera, aprisionado entre las zarpas del intruso. Sus afiladas cuchillas me rebanaban la carne como si fuese plastilina. Yo gritaba mientras mis costillas chascaban al romperse. Un líquido espeso me resbaló por las comisuras. En un último intento, pataleé para liberarme. No sirvió de nada; me había quedado sin fuerzas. Ya inmóvil, el intruso me acercó al tufo de sus mandíbulas. Iba a comerme con el pijama puesto. Pero, al clavarme sus dientes, la imagen se perdió en la oscuridad.

Aún no me había mordido, ni siquiera atrapado. Lo tenía salivando encima, listo para devorarme, cuando la puerta principal se abrió: la silueta de papá recortada sobre la noche.

Enseguida, conectó el disyuntor del tablero y volvió la luz.

Durante una milésima presencié un extraño fenómeno. El intruso —alto, flaco y de boca imposible— desapareció en un parpadeo. Con diez años desconocía el término “persistencia de la retina”, pero es la explicación más sensata que he encontrado.

Mis padres, recién llegados del hospital por un asunto ajeno a esta historia, me encontraron tirado en el suelo, castañeando los dientes, y, según palabras de mamá, más pálido que los Moomins. Después de comprobar que no había sufrido daños, me acribillaron a preguntas. Las de mi padre incluían palabrotas de verdad. Les dije entre hipidos que algo había entrado en casa. Se miraron el uno al otro, y no tardaron en inspeccionar cada rincón. Concluyeron que el vidrio y el extractor roto fueron causa de un intento de allanamiento. Se equivocaban. El intruso sí que entró, y quiso zamparme vivo.

 ***

No importa cuántos años hayan pasado, desde aquella noche, siempre he dormido con la luz encendida. Por irónico que parezca, tal precaución no era necesaria. No lo supe hasta hace unas semanas: el día que nació mi hijo.

En cuanto lo acuné en mis brazos y vi su carita por primera vez, recibí otro destello en forma de visión. En este caso, el intruso no saciaba su hambre conmigo, sino con un bebé. Mi bebé.

Lo más racional habría sido atribuir estos presagios a alucinaciones o trastornos postraumáticos, ¿verdad? Pues te diré algo: eso son gilipolleces. No hay nada racional en esta historia. Ni nunca lo habrá. Existe un vínculo entre el intruso y yo. Una conexión psíquica, si lo prefieres. Y, por medio de ese nexo sobrenatural, percibo su presencia; ha despertado y mi hijo figura en su menú.

Hace escasos días, mientras estudiaba los entresijos de esta historia, descubrí una vía de escape. Un resquicio por el que huir. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar? ¿Ignorarlo como si nada? ¿Poner en riesgo a tu familia? Las cosas no funcionan así.

Tal vez, confesarte ese resquicio sea un acto aún más egoísta, pero lo haré de todos modos. Por la expiación de mi alma, y por ti: basta con que otro piense en el intruso.

Sé que ya es tarde para decírtelo. Lo siento. Desde que la criatura entró en tu mente a través de mis palabras, te convertiste en su nueva víctima.

Calma, no está todo perdido. Si has atendido bien, aún puedes salvarte: basta con que otro piense en el intruso.

Así de fácil.

Compréndeme, no soy ningún monstruo. Sólo soy un padre que intenta proteger a su hijo.


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