Empantanado

Por Alejandro Baravalle


Él calla. Karina lo mira con acritud:

―Decime: ¿todo te resbala a vos?

Sí, piensa él, arrellanado en el sillón rojo. Ese es un buen modo de describirme: todo me resbala. Es así, desde siempre.

Incluso sus hombros resbalan ligeramente, ahora, sobre el respaldo del sillón. Y oye los gritos de Karina, histérica. Él, muy tranquilo por el momento, piensa en otra cosa. O, mejor dicho, no piensa en nada. Siempre que una mujer le sale con un brote de furia, él autoderrite su cerebro ―por rara que suene la expresión― y transforma su cabeza en un pantano gris. Y en esa pasta gris terminan flotando todas las quejas y gritos y reproches. Sí: dentro de ese pantano, todo le resbala.

Pero hoy algo puja, firme, desde adentro de su cabeza: un recuerdo.

Inés.

*

Inés. Quince años atrás.

Según el cronómetro del reloj digital que le compraron en el colectivo, falta una hora y cuarenta y dos minutos para que papá llegue. Aunque él es chico, ya sabe usar el cronómetro, y está muy pendiente de la llegada de papá.

Inés es el nombre de la gata, que anda paseándose por ahí.

―Ineeé.

Con el tiempo, él mitigaría aquel vicio de comerse las eses. De rodillas en el comedor, manipula un muñeco de Rambo. Tiene pocos muñecos, y ningún amigo que le quiera prestar otros.

Su voz resuena en el silencio de la casa:

―Ineeé.

Inés lo ignora. La gata rodea una y otra vez el departamento: no necesariamente porque le guste repetir un consabido itinerario, sino porque el departamento es chico y no hay mucho para recorrer.

―Maaá ―grita entonces aquel nene, el mismo que era él quince años atrás.

Pero Maaá tampoco le responde. Y era de esperarse.

Avanzando con las rodillas, el nene se acerca a la puerta entornada de la habitación de ella. Estira el cuello para mirar. Ve el respaldo del viejo sillón gris: la mano abierta de mamá sobresale por uno de los apoyabrazos, suspendida sobre un colmado cenicero y un angosto vaso de vidrio. En el vaso hay un poco de líquido amarillento. ¿Pis? Por suerte, hoy mamá no se durmió con el cigarrillo prendido, como le pasó aquella vez que casi incendia la casa.

El nene se da vuelta.

―¡Ineeé!

*

La gata sigue ignorándolo.

―Me enferma que sigas ignorándome.  ―Karina lo acuchilla con la mirada―. Decime algo, por el amor de Dios.

Él se acaricia la barba crecida. No sabe qué le correspondería decir.

¿Qué dice la gente en estos casos?

Siempre, con todas sus amantes, él llega a este punto muerto. No sabe qué hacer. Hay conductas, parece, que no se pueden generalizar ni copiar. No existen respuestas estereotipadas para todo conflicto.

Karina se pone a dar vueltas por la casa como si estuviera internada en un manicomio, entra y sale de los cuartos.

*

Inés sigue ignorándolo, pero ya dejó de dar vueltas. Anduvo, eso sí, en otros menesteres: primero, se trepó a la mesa, a rasguñar el mantel de hule. Después se coló en la habitación de mamá, y ahora se trepó al sillón donde ella está durmiendo. El nene sabe que mamá no va a advertir la presencia de la gata, aunque Inés le camine por encima. Cuando mamá se duerme, no hay quien pueda despertarla.

Y él se da cuenta, recién ahora, de que le arrancó una pierna a Rambo: en una mano tiene la pierna, y en la otra el resto del muñeco.

Muñeco de porquería. Es bien trucho, nada que ver con los del pibe de enfrente. Una sola vez el de enfrente lo invitó a jugar, y la pieza le rebalsaba de muñecos buenísimos que nunca se rompían.

El nene se aleja de la habitación de mamá. Sostiene frente a sus ojos la piernita verde oliva de Rambo, y la mira como si se tratara de algún objeto de otro mundo. Decide revolearla contra el suelo: la pierna rebota, y después da contra la pared.

Inés emerge del hueco de la puerta entornada. Se habrá aburrido con la quietud de mamá, y ahora vuelve a ofrecerle a él su indiferente compañía. El nene le revolea el Rambo que hace un segundo sostenía en la otra mano. La gata da un respingo, y de un salto se sube a una de las sillas de madera alrededor de la mesa. Él se ríe: sólo quería asustarla, no le había tirado a pegar.

O a lo mejor sí: un poco de ganas de pegarle tenía.

*

Mientras Karina lo sigue mirando, acaso con odio, al recuerdo de la gata lo interrumpe un recuerdo posterior.

Parece estar viéndose: muchos años después de lanzarle el Rambo a la gata, le tiraría una piña a su primera novia. Había sido también un simple gesto para asustarla, no le había tirado a pegar. Pero ella no lo entendió así, y la cosa no terminó bien.

Mejor seguir pensando en la gata. Seguir pensando en eso hasta que Karina se canse de gritarle, igual que se cansó de gritarle su primera novia.

*

Desde el mantel de hule al que acaba de volver a treparse, Inés se lo queda mirando. El nene la mira también. Los ojos de la gata son una laguna infinita. Él sueña que puede zambullirse adentro de esa laguna y nadar hacia otra parte. Irse lejos.

*

Mira el cronómetro: cuarenta y tres minutos para que papá llegue.

Lejos, sí. Lejos es el nombre de un lugar paradisíaco que se le ha incrustado en la cabeza. Así como otros sueñan con ir a Disney, el sueña con ir a Lejos.

*

―Me voy, y esta vez no vuelvo ―dice Karina jadeando―. Se acabó.

Él amaga a levantarse del sillón rojo. Estira el brazo, imitando el gesto anhelante que vio en una telenovela. No quiere que Karina lo deje: ella cocina bien, y es buena en la cama, y él no quiere prescindir de tales atenciones.

Ahora sí, se levanta del sillón.

*

Quisiera agarrarla, pero sabe que la gata es hábil y escurridiza. El nene piensa que, antes de intentar cualquier cosa, debe ganarse su confianza.

Mamá duerme, y ninguna fuerza en el universo será capaz de despertarla. Papá llegará en treinta y ocho minutos. La mayor parte de Rambo reposa contra la pared, a una considerable distancia de su pierna faltante.

―Ineeé ―la llama el nene a la gata. Le hace con los dedos el mismo gesto que le hace papá cuando no llega de mal humor. Cuando no va por la casa agarrándose de las paredes, y no grita y no amenaza con sacarse el cinto.

La gata salta del mantel de hule a la silla de madera, y de la silla al suelo. Algo más de un metro la separa del nene.

Y el nene, muy despacio, se le acerca.

*

―Salí ―le dice Karina, mientras mete las manos en el placard―. No quiero ni que me toques.

Él se aleja, sólo un poco. Ella apila la ropa con desaforada violencia: aplasta una prenda sobre la otra como si quisiera que las telas se fusionaran.

¿Por qué la gente es tan irracional? ¿Por qué las personas se alteran por nimiedades?

Él, con lentitud, vuelve a ponerse al lado de Karina. Y, como en las telenovelas, le susurra que la quiere.

*

La gata está inmóvil, y muy cerca. Pero no es fácil de convencer. El nene abre los brazos, y le tira besos al aire. Como le hace mamá cuando se levanta del sillón a la mañana y todavía no abrió la botella con ese líquido que parece pis. En esos momentos, mamá está de buen humor. Hasta le contesta a él cuando la llama.

El nene le habla suave a Inés. Le sigue tirando besos. Le sonríe.

Y la gata al fin se le viene: camina en línea recta hacia sus brazos extendidos.

*

Va cediendo, sí.

Una vez más, ella lo mira: lo perfora con sus infinitos ojos. Es tan indócil como elegante, pero él sabe con qué gesto convencerla. Siempre lo supo, con todas.

Ella solloza o maúlla, lo mismo da. Ella se rinde ante él.

Siempre es lo mismo. Hoy será igual que ayer, y mañana será igual que hoy. Y acaso es por eso que el siguiente acto no les causará ―ni a él ni al nene― ningún placer. No hay goce alguno, ni siquiera hay premeditación: simplemente sucede, como un cáncer o un terremoto. Sucede que sus manos fingen caricias conciliatorias, a lo galán hollywoodense, y le rozan a ella la mejilla y el cuello. Hasta que, sin aviso, aprietan. Aprietan bien fuerte. Y las lagunas en aquellos ojos de hembra se van secando hasta que no queda nada. Los ojos fueron muchos durante estos años, pero parecen siempre los mismos. Son ojos quebrándose: promesas rotas de lejanía.

Lástima que Lejos no existe.

Cesan los chillidos, y las manos dejan de apretar. La hembra cae pesadamente.

Es hora de irse: él no necesita ningún cronómetro para saberlo.


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Ni una pizca de piedad